Mascarón de memoria para la barca de Virgilio
por Edgar Saavedra
Dicen que a los muertos hay que matarlos bien. Y hoy, dispuestos en aquelarre oficiamos todos los presentes un velorio hiperbólico a quien ahora mismo, aunque polvo, es memoria vital: Virgilio Gómez, in memoriam.
Esta celebración, homenaje y atisbo de recuerdos pretende también darle una patada en el trasero a esa conciencia soporífera de las instituciones culturales de Oaxaca, aquellas que, más que administrar el arte como un ente dinámico y plural, les gusta ponerle la identificación de los genitales a los eventos artísticos. En el fondo y trasfondo no es más que una incitación despectiva de raritos mecanismos. Signo de los tiempos.
Pero volvamos. Los imaginarios colectivos pertenecen a la categoría de imaginarios colectivos. Luego, hay gente que se dedica con tesón y pasión a desgranar todas esas vainas de los conceptos e ideas que abrevan de la intrincada psicología social de hoy. Digo esto porque no ha sido la causalidad o inercia de las masas o la memoria colectiva quien nos ha conducido a este corolario de recuerdos y evocaciones sobre esa sombra que pasa: Virgilio Gómez. Se trata de un muy humano y humilde homenaje a Virgilio por parte de sus hermanos y amigos.
Una de las pocas noticias que se habría dado sobre su muerte en Oaxaca rompía con estas palabras: «O falta memoria o sobra indiferencia». Y al final el texto lanzaba este dardo irrompible: «Ha muerto Virgilio Gómez». El 31 de enero de 2006 (aquel año de las pírricas batallas cuando le agarramos las orejas al perro) moría en plena soledad limeña el artista oaxaqueño Virgilio Gómez. Hoy, durante esta exhumación poética, está cumpliendo 76 años.
No pretendo disertar sobre lo que –artísticamente hablando- nació y murió con Virgilio Gómez. De lo único que estoy absolutamente convencido es que, lo que nació y murió con Virgilio Gómez, fue Virgilio Gómez. Por eso mismo, todo lo que diga e intente pensar sobre su obra, está sujeto a reclamaciones, reveses y otras ámpulas.
Su pintura, ese legado que suele ser lo mejor del cuento, ha pasado de noche en la noche de los desmemoriados. Y sin embargo, nada le quita el valor de haber hecho lo que hizo: pintar lo que le vino en gana, pintar como quien ejerce un oficio de traslación entre lo que le absorbe intelectualmente y lo que le inquieta hasta la muerte. Pintar con soberana libertad, pero con mesura y estoico dominio, como quien hunde un cuchillo en la propia sangre sin alardear ni acobardarse. O dígame alguno de ustedes: ¿Qué quiso decir Virgilio en los años 60´s con aquellos trazos sobre las aguas del abstraccionismo y el figurativismo abstracto? Hace medio siglo nadie puedo haber pensado en las idolatrías instantáneas e hijos sietemesinos de la pintura actual y toda la lambisconería de las marchantas contemporáneas. Se sabe que el camino lo iluminó Tamayo, Nieto, Morales, algún otro. Y que dentro de nuestra isla paria de la de fantasía, del wash and wear, hay que saber usar y tirar con nuestros ojos diariamente.
Pintar lo que le vino en gana. En gana social primero; después, como sensible receptor de los movimientos europeos de la posguerra (y poco después, de la guerra fría) generados o continuados por artistas... en la máxima expresión de la palabra. Aquellos que, víctimas noveles o recurrentes de la guerra, indagaron hasta el fin las posibilidades del arte en el «siglo del diablo». El figurativismo fue una trinchera en la que Virgilio danzó por muchas horas. Un figurativismo curado con todos los argumentos posibles, desde políticos, históricos, técnicos o sencillamente expresado bajo las horas en que uno se amarra junto al «potro del alcohol». Intuición y desacato se hallaron siempre como constantes en la personalidad de este pintor, pero jamás, impostura o el tizne de la mala imitación.
Me atrevo a pensar que en realidad, la de Virgilio fue una pintura de una suavidad extrema, siempre con el soplo de la parsimonia y elgancia de quien posee una conceptualización estética en su justa dimensión. Nada de encajar nervaduras truculentas. Nada de giros ridículos o seudo vanguardistas en su pintura. Nada de vender cuchibrujas o manchones pintorescos o geniales estarcidos revolucionarios que terminan al final de la jornada domesticados en un museo o en una tienda de souvenirs. Los colores que identifican su obra no provienen tampoco de las imágenes a libro abierto que son rutina y talismán en los talleres de los novísimos estafadores de la pintura de hoy que el tiempo se tragará en un santiamén (ahora son la biblioteca del IAGO, algunas galerías del Centro Histórico e Internet, la triada mitificadora que están pariendo a los nuevos pintores oaxaqueños, esa reciente hojarasca que se pasea drogada e impertérrita por «la noche verdinegra de Oaxaca»).
Las pinturas de Virgilio, sobretodo los trabajos que realizó a mitad y al final de su vida, provienen de muchas horas invertidas en la reflexión existencial y de aquellas lecturas puntuales de los pensadores y hacedores de arte del siglo XX y las postrimerías de su siglo antecesor. Sus aguadas, entre los figurativo y la abstracción, fueron predominando gradualmente hasta el fin del artista. Sin embargo, en algún momento de su vida --allá en Lima--, lanzó a la vista ejercicios de una abstracción radical. Por supuesto, eso no sonaba a impostura hace casi 30 años. Tampoco es algo que no se estuviera haciendo o hubiera realizado ya en algunos lugares de América y, con mucha más razón, en Europa. Virgilio se involucró en esas parcelas no por ser un seguidor del mercado y su pulular de místicos gusanitos, más bien, fueron convicciones de su oficio real y verdadero. Y, aunque no es ley, su pobreza misma habla de las sentencias de lo genuino.
Antes de emigrar y auto exiliarse en Perú (nunca supimos si fue Sendero Luminoso quien lo atrajo), Virgilo perteneció a esa cofradía que por lo visto nadie está dispuesto a quitarle la bruma, el llamado Grupo de los 5: Liborio Navarrete, Filiberto Heredia, Sergio Rodríguez, Teodoro Velasco y Mario Ramírez. Todos ellos, menos uno, muertos de noche. Muertos secretos en el agua estancada de la mala memoria colectiva. No hay cronistas oficiales a quien echarle la culpa, y de los pocos escritores que ha dado la ciudad no vale la pena citar a ninguno. Todo este paradójico vacío, y hago una paráfrasis de la periodista madrileña, María Antonia Sánchez-Vallejo, engorda el marasmo y no queda más que la urgente necesidad de reinventarse. O por lo menos que alguien haga el maldito favor de recordarnos lo que vale la pena recordar. Hablo de pintura. Hablo de Virgilio Gómez. Del grupo de lo 5.
Hace casi medio siglo algunos de ellos fueron excomulgados –en anónima ausencia– por la Iglesia Católica debido a unas pintas que habían realizado en las fachadas de la Babilonia moderna... moderna pero tan vieja, tan ramera y pederasta como siempre. ¿Acaso no fueron estos los inicios del movimiento artístico callejero en Oaxaca? No sé si esto pueda valer o tomarse en cuenta para los términos de la historia de la pintura en Oaxaca (es un decir porque, claro, nadie la está registrado). Estoy seguro que no fue tampoco por un afán de protagonismo. Ese diablillo hemorroidal es bastante actual. Aquellas enigmáticas pintas hicieron que la chusma participara deliberadamente en el primer acto socio-poético de la pintura en Oaxaca.
De igual manera puedo referirse a ese memorable acto polifacético (a la manera de un happening) que Virgilio llamó Cinético Efímero Integral. Era 1970. ¿Fue también acaso el inicio de los performances en el contexto histórico del arte en Oaxaca? Como quiera que sea sí fue la primera vez que una manifestación de arte generó como tal, provocación, asombro y posibilidad. Hoy día, hasta personajes como Leyva queman una rueda catarina y en la acera de los bobos aplauden hasta el bochorno.
Años después de marcar el camino con lumbre, Virgilio Gómez decidiría mudarse al Perú. Los antecedentes que pudo fundamentar en lo relacionado a la pintura -y de un buen modo, en la política- sirvieron como piedra de ángulo a gente como Francisco Toledo.
Difícil es hoy reconocer, admirar, la pintura de Virgilio. No ha perdido un ápice de su fisonomía estilística, de su identidad provenientes de un hombre que dejó a mitad del camino que la pintura se relacionara necesariamente con su hábitat social y político. Esto siempre es digno de reconocer, es decir, que el propio autor supere los despechos y decepciones de los tiempos que en sentido político le toque vivir. Lo digo, más bien, porque es sumamente difícil encontrar más de tres pinturas reunidas del artista en algún lado. Lo mismo sucede con Liborio Navarrete, León Zurita (aunque este tiene su lugar propio en San Bartolo no hay promoción que conduzca a él).
En las pinturas de Virgilio que podemos apreciar en la primera sala “percibimos el abandono de los formatos tradicionales –como escribió Juan Acha de uno de los homólogos de Virgilio Gómez, José Tola, pintor peruano, por cierto–. Las siluetas irregulares reflejadas en la mayoría de los trabajos de Virgilio muestran, a la manera de Tola, “un dinámico contrapunto de formas y colores que, en términos semióticos, acentúan la composición” que el receptor se encarga de dilucidar. Dice Acha de Tola: «La “ternura” se ha tornado belleza rítmica y los colores se han encendido sin devenir ornamentales: son dinámicos más que bellos o bellos por dinámicos». Observen ustedes más detenidamente las pinturas de Virgilio. La belleza rítmica extiende los vínculos con el gusto sereno y dominado del artista. Si acaso hay un gesto de espanto tras el primer golpe de vista no es para fines de horrores subjetivos ni la casualidad de diablo. La dramaticidad lograda en unos cuantos trazos hablan de un pintor versado en conjuntar causa y efecto como elementos estructurales o configurativos. De ahí la emoción y todos los enigmas que la simplicidad confiere después de pasar 50 años de la vida pintando día con día.
Simple y profundo. Esos dos elementos que nos dejan en el desconcierto. Eso era su pintura, pero ¿qué realmente quería expresar Virgilio con su obra? Es cierto que falta un libro que relate la crónica de su vida y labor artística. En este momento, no obstante, creo que estamos cerrando el círculo que él mismo con pincel en mano y el lienzo en blanco diera inicio con el primer día de su muerte. Tal vez sus profusas grafías, sus colores con los que definía los rostros y sus vértigos fueran la forma de arrojar al abismo su potencial sentido de la vida.
El hombre nacido de mujer –dijo el patriarca Job– es de vida corta y está harto de agitación. A semejanza de una flor ha salido y es cortado, y huye como la sombra... El hombre pone fin a las tinieblas, y hasta en lo más profundo excava las piedra escondidas en densa oscuridad.